Una encantadora novela agridulce
sobre la libertad, el compromiso y el precio a pagar por los sueños.
A aquellos que se levantan
sabiendo con exactitud qué les deparará el día, a los que archivan las facturas
y planifican las vacaciones de verano en enero, Holly debe parecerles tan
incomprensible como fascinante. En
realidad, nadie escapa al encanto de la protagonista de esta breve novela de
Truman Capote, porque si nada es tan cautivador como lo que no podemos
conseguir, entonces Holly es el culmen de la seducción. Holly es completamente libre; no pertenece a
nadie, ni tan siquiera a sí misma, y nada le pertenece. Es impredecible, porque carece de
ataduras. No concibe el término medio ni
el compromiso y toda su vida se desarrolla en los extremos, todo o nada, porque
si hay que ceder, el objetivo ya no tiene interés.
Atractiva, a pesar de no ser
especialmente guapa, y elegante, aunque no se moleste en ocultar su descarada
vulgaridad, Holly es la reina de la noche neoyorquina, con toda una corte de
hombres maduros y acomodados pululando a su alrededor. Una corte de individuos estrafalarios, de los
que vive, que entran y salen a todas horas de un apartamento en constante
estado de mudanza.
No importa cuánto le entreguen a
Holly: ni el dinero de sus acompañantes, ni la carrera en Hollywood que le
consiguió el que fuera su representante, ni la fidelidad platónica de Mr. Bell
ni el empeño en sacarla de apuros de Fred, su vecino y narrador de la historia,
lograrán retenerla, ni siquiera captará su atención durante más de unos
minutos.
“No es una farsante porque es una
farsante auténtica. Se cree toda esa
mierda en la que cree. No hay modo de
convencerla de lo contrario. (…) Pero le diré la verdad. Por mucho que se rompa la cabeza tratando de
ayudarla, ella sólo de devolverá un chasco tras otro.”
Pero tan cierto como que el pago
por los desvelos de aquellos que la aprecian será un chasco, es que siempre se
hará perdonar, porque si de algo, si de una sola cosa es incapaz Holly, es de
la más mínima maldad.
Todos se sienten fascinados por
Holly, pero ¡ay de aquél que se enamore de ella! La propia Holly, consciente del daño que
puede causar al hombre que cometa el error de amarla, advierte: “No se enamore
nunca de ninguna criatura salvaje, Mr. Bell –le aconsejó Holly–. (…) no hay que
entregarles el corazón a los seres salvajes: cuanto más se lo entregas, más
fuertes se hacen. Hasta que se sienten
suficientemente fuertes como para huir al bosque. O subirse volando a un árbol. Y luego a otro árbol más alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr. Bell, si se entrega
a alguna criatura salvaje. Terminará con
la mirada fija en el cielo.” Y de la
misma manera que es sabedora del efecto que puede, y suele, producir, no se
hace ilusiones acerca de sus propias posibilidades de alcanzar la felicidad,
porque “es mejor quedarse mirando al cielo que vivir allí arriba. Es un sitio tremendamente vacío. No es más que el país por donde corre el
trueno y todo desaparece.”
A pesar de ello no se rinde, no
renuncia a ser feliz. Y a medida que Holly
continúa en su huída hacia delante, saltando a una rama cada vez más alta, el
lector se convence de que su caída es inevitable, incluso inminente. Pero no se preocupen por Holly; ella, como
ese gato sin nombre que la acompaña –porque no le puede poner nombre a lo que
no le pertenece–, siempre cae de pie.
Y saldrá airosa, no lo duden, se
levantará sin perder un ápice de su glamour, se sacudirá el polvo con un gesto
coqueto, y seguirá adelante, pero no aprenderá de su error ni cambiará jamás.
“Yo no. Jamás me acostumbraré
a nada. Acostumbrarse es como estar
muerto.”
Truman Capote ya era una
celebridad en Estados Unidos en 1958 cuando publicó Desayuno en Tiffany’s. En ese momento la crítica no prestó demasiada
atención a esta novela, tan breve que podría pasar por un cuento, tachándola de
obra menor. Después, la adaptación
cinematográfica a cargo de Blake Edwards, una versión bastante libre y centrada
en el aspecto más cómico de la historia, terminó por eclipsar al libro, en gran
medida por la maravillosa interpretación de Audrey Hepburn.
Pero Desayuno en Tiffany’s no
sólo es una historia bellamente escrita y perfectamente construida; es uno de
esos textos que tocan, mejor aún, que acarician al lector: un contacto leve,
casi imperceptible, cuya huella permanece para siempre.
Capote realiza un ejercicio de
equilibrista: Holly podría encarnar el ideal de encanto y atractivo para muchos
hombres, pero el autor compensa su brillo con una tristeza extrema; el aparente
lujo de su vida social contrasta con el desorden absoluto de su personalidad;
la inconsciencia de su comportamiento, con su profundo conocimiento del alma
humana.
Libertad o compromiso. Instinto o cultura. Holly representa el conflicto entre lo que
somos y lo que nos gustaría ser y es por eso, a fin de cuentas, por lo que es
tan fascinante.
Fuente: http://www.librosyliteratura.es/desayuno-en-tiffanys.html